Era lo más justo para que la historia terminara de aquella manera. Fue algo así como una deuda del destino que urgía ser saldada. Por primera vez, el mundo había enmudecido en pleno recreo, cuando los chamacos descargan sus frustraciones de niño en el partido de fútbol, o en la reata; o tan sólo en una mirada perdida en algún misterioso lugar del universo como la punta de una agujeta desamarrada golpeándose en el piso a cada paso de un niño que acaba de escupir en la ventana del baño. El balón, al caer sobre los pies de Learsi, mi amigo, desmoronó la actividad en el patio de la escuela. El silencio parecía señalarlo; hasta Bobby, el perro del conserje, había apagado sus ladridos inexplicablemente. Todos esperaban su reacción, aunque de alguna manera ya se adivinaba. Yo no quería imaginarme. Al estrellarse el balón a sus grandes botas deseé que estallara.
Esta vez me encontraba lejos, no podía hacer nada y los rufianes del fútbol habían aprovechado el descuido. La mira de aquel rifle llamado escuela esperaba la risotada que jalara el gatillo. Pronto, todos estarían riendo a carcajadas. Learsi observó el balón escondido en una mirada inquisitiva. Por dentro me lo imaginé reclamándole impotentemente al balón la suerte de haberse encontrado. Una estatua terrosa se apoderó de su cuerpo, sus piernas parecían fundirse con el piso. Las botas no le permitían moverse con facilidad, como caminar normalmente, correr, patear un balón o algo que requiera esa libertad de la que algunos gozamos. Después de haberse tragado la vergüenza y el coraje, se agachó, cogió el balón con las manos y lo aventó al enjambre de piernas que impacientes estornudaban el polvo de la cancha, cosa que resquebrajó inmediatamente la tensa fragilidad del silencio. Las carcajadas parecieron surgir de la tierra, de las hojas de los árboles. Quise golpearlos, nunca me ha agradado la desgracia ajena.
Todas las mañanas, Learsi llegaba al salón con su cara de sobreviviente afgano; sin mirar a nadie traspasaba el umbral de la puerta y arrastrando sus pies asfixiados en aquellas terribles botas, se dirigía hacia su banca escondida detrás de la mía. Parecía costarle un infierno mover cada una de sus piernas. La mayoría comenzó a especular las causas de aquella penitencia. Yo también formé parte de aquellas teorías; sin embargo no lo hacía con el fin de echarle más leña al fuego, sino porque realmente me preocupaba. Algunos decían que tenía una extraña enfermedad en los pies que hacía aumentarles el tamaño de manera exorbitante; otros, de manera burlona, que provenía de una familia de payasos muy conocida en la ciudad; no faltaron los que afirmaban que había nacido mal por causa de una maldición gitana y ahora contaba con diez dedos en cada pie. La hipótesis que creí más certera fue sin duda, la de una extraña enfermedad que le hacía aumentar sus extremidades de manera anormal. Comencé a hablarle, siempre guardado la duda en la punta de la lengua para no ofenderlo. Nos tomamos confianza hasta el grado de visitarnos en nuestros hogares. Su familia era de lo más normal, salvo por el hecho de tener un hijo con unas botas del tamaño de un basquetbolista profesional. Desde pequeño parecía haber tenido dicho problema. En las fotografías, se podía ver a su madre sonriente, cargando a un niño con un pantalón holgado y oscuro que no podía esconder lo suficiente unos grandes zapatos colgando, como dos suicidas en el bosque. Su mirada en todas las fotografías se mostraba absorta, perdida en las alturas, observando a algún pájaro en el cielo o talvez a un cometa.
Después de haber aventado el balón con las manos, completamente consiente de su desdicha, algo sucedió que nuestras miradas se encontraron en la lejanía. La suya demostraba una frustración contenida jamás vista en su rostro. Como si yo lo supiera, mi mirada cómplice y amiga, se dirigió a sus grandes botas, él la secundó y se inclinó para desamarrárselas. El partido y toda actividad en el patio se suspendieron ante tan inesperada sorpresa. Primero una bota, después la otra. Al terminar de desamarrarlas, nos volvimos a mirar, fue como un mudo despido; se quitó sus botas y comenzó a elevarse del piso. Todos parecían ahogarse en su propia saliva; sin poder cerrar sus bocas, se tragaron todo el silencio que no pudieron guardar en su presencia. Las maestras comenzaron a gritar desesperadas, el director se subió a la azotea del edificio más alto de la escuela y aunque saltó lo más que pudo, no logró darle alcance. Learsi se alejó, hasta que fue absorbido por la profundidad del cielo y desapareció.
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