MERCUS MEVEL
Es verdad que ya estoy viejo, como dicen mis hijos; sin embargo no creo que haya sido ésa la razón. Sesenta y dos añitos, bien vividos eso sí, no me han amargado la existencia, ni tan poco la madurez ha afectado mis facultades mentales; simplemente hay veces que no soporto algunos sonidos, y más, cuando éstos rompen bruscamente la tranquilidad del silencio. Siempre me han molestado. Pobre Dianita, siempre la regañaba cuando llevaba a sus amiguitas a la casa. De su recámara salían aquellas risitas tan penetrantes y molestas que parecían taladrar mis oídos, entonces le gritaba ¡Diana, guarden silencio! Y otra vez otro sonido molesto salía de su habitación, un tipo de shhhhhh demasiado agudo, que corajes hacía; digo hacía porque después crecieron mis hijos y el silencio comenzó a reinar en la casa.
Esta ocasión descansaba relajadamente en el camión. Disfrutaba el hallarme descansando mientras el chofer lidiaba con el tráfico y con otros choferes que desesperadamente querían ganar el pasaje. Después de haber manejado alrededor de cuarenta y cinco años, es extrañamente satisfactorio el tráfico desde un asiento sin volante y sin pedales. El ruido se encontraba afuera. Dentro, todo era un silencio muy inverosímil, ya que cada uno de los pasajeros se encontraba dormido o mirando quien sabe qué cosas que los hacían concentrar toda su atención en los alrededores de la avenida. Yo también miraba sin ver, es decir, mis ojos se posaban fatigadamente en objetivos sin ninguna importancia, pero ahí se posaban, como descansando. La gente subía y bajaba del camión, todo era ese movimiento cotidiano que se da en el transporte público. Era la una de la tarde aproximadamente porque al acercarnos a una escuela, pudimos notar que el tráfico se originaba en ese punto exactamente. Las mamás dejaban sus autos a un lado de la avenida entorpeciendo la circulación de los que simplemente pasaban por ahí. También los camiones se detenían esperando a que los chiquillos los abordaran. Así, subió un grupo pequeño de escolapios al autobús; sus grandes mochilas comenzaron a estorbar el paso de los demás pasajeros inmediatamente. Al sentir un gravoso bulto recargado a mí adiviné que uno de esos niños se había sentado junto. Lo miré un poco molesto, y teniendo en cuenta lo que los demás dicen de mi mirada de ogro malhumorado, aproveche el momento. El pequeño entendió que su mochila me molestaba y la quitó de su jorobada espalda para acomodársela sobre las piernas. No soy tan malo, en realidad me reía por dentro. Mis ojos de nuevo apuntaron hacia fuera, del otro lado del vidrio. Una que otra risita salía por aquí y por allá, sin embargo, todavía se sentía calma dentro del camión, aunque tensa, pero al final de cuentas no rompía con la tranquilidad que viajaba a bordo. Pasaron talvez diez minutos y de pronto se escuchó un maullido junto a mí. No le tomé mucha importancia y continué meditando quien sabe qué cosas, pero meditando. De pronto un ladrido junto a la puerta rasgó mi tranquilidad. Volteé y no pude ver al perro. Pensé en lo extraño que era el encuentro de unos animales naturalmente enemigos dentro de un simple camión de pasajeros. Me puse alerta para otro singular sonido y logré escuchar de nuevo aquel maullido. Pensé que provenía de la mochila del niño que se había sentado a mi lado. Me le quedé mirando, pero la muda risa del niño, me hicieron creer que se burlaba de mí. Fue cuando otra vez el ladrido detrás se volvió a escuchar. El ladrido se escuchaba como producido por un perro pequeño, talvez de un chihuahueño o un salchicha, no sé; también supuse que podía ser de otro perro más grande pero aún cachorro. Por más que busqué al perro entre los pasajeros de atrás no lo encontré. Comenzaba a irritarme. Entonces los maullidos y los ladridos comenzaron a entablar un ralo diálogo. Los pasajeros también hallaban confundidos, se miraban entre sí como preguntándose mudamente con la mirada. Ya me encontraba exasperado, no me contenía las ganas de abrir la mochila del escuincle para ahorcar a ese gato. No le quitaba la mirada de encima a esa mochila hasta que fui más perspicaz y descubrí que ese molesto maullido lo producía aquel chamaco. Su cara denotaba que era todo un diablillo mientras se reía intentando esconderse de mi mirada. El otro escuincle ladraba detrás de él igualmente riendo de contento por su travesura. Ellos continuaron su chistecito de maulladas y ladridos. No era tan ensordecedores aquellos sonidos guturales, pero el simple hecho de haber roto la tranquilidad del autobús nos molestaba a la mayoría de los pasajeros.
Intenté contenerme, relajarme, y cerré los ojos como si al hacerlo, borrara aquel molesto ruido. Por un momento creí lograrlo, tan sólo escuchaba el ruido ahogado de afuera, pero de nuevo volví a escuchar aquellos ruidos dentro del camión. Cómo deseé que sus madres estuvieran con ellos para que los reprendieran, pero esa clase de deseos son tan inútiles e impotentes que me permití hacerlo yo mismo. Entre los miau y los guau de atrás no soporté más e interrumpí aquel enfadoso diálogo. No quise verme tan severo y amargado, así que tuve que luchar contra la viscerabilidad y los impulsos por un largo momento; hasta que totalmente poseído por la cólera, tuve que soltarlo, dejarme llevar casi ciegamente por mi rauda reacción. Mis hijos comenzaron a reírse cuando les conté aquella anécdota; sin embargo la reacción se me hizo lo más natural en aquella situación. Esos niños se callaron inmediatamente después de que, totalmente exasperado, lancé una especie de ¡¡¡guarrrrrr!!! sorprendentemente parecido al sonido de un león enfurecido en la selva. A la parada siguiente los niños salieron despavoridos del camión entre las miradas de asombro de los demás pasajeros.
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