Por Mercus Mevel
Era el viento de la prisa resignada que se estrellaba en los ojos de los automóviles, dejando a su paso, las calles desmoronadas en los limpiabrisas. Por kilómetros y kilómetros el horizonte ignoto de la carretera observaba fijamente la mirada de los viajeros. Los motores habían fenecido mientras se encontraban desprevenidamente roncando sobre el asfalto. Detrás, la ciudad continuaba masticando su bocado vespertino con la paciencia de un anciano sin dientes. Las horas pasaban rápido, esquivando a los inertes cuerpos metálicos. Arriba, el cielo comenzaba a despintarse y claramente se podían ver sus lágrimas teñir de azul las copas de los árboles. Fue entonces cuando las mentes se estremecieron al escuchar los llantos de las sirenas rugir a lo lejos, allá en la nada, detrás de todo, invisibles como el miedo, anunciando con sus tradicionales fanfarrias la tragedia ajena. Las sombras se esfumaban escogiendo como transporte al humo de los cigarrillos de aquellos que fumaban su impotencia. Bajando de sus respectivos autos, cada pasajero siguió a los de adelante, hasta que al llegar al último automóvil se detuvieron. Las miradas atónitas parecieron detenerse en un instante eterno. En aquel momento, ya todos lo sabían, los rumores habían sido confirmados. Fue evidente el olor a muerte elevándose lentamente al cielo, como el vapor después de la lluvia en una tarde soleada. Agonizante, yacía en medio de la carretera mostrando sus rojos pétalos, se desangraba y no había quién la salvase del desastre, era la flor que fallecía, o acaso, pensaron algunos, la muerte floreciendo…
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