…Justo cuando iba a oprimir el botón que daría fin a toda la calamidad, la frente parecía sudarle, y el dedo índice se estremecía mientras se acercaba lentamente al botón rojo. Nada más faltaban dos centímetros para oprimirlo cuando un pequeño sonido lo regresó a la realidad, borrando aquel sueño y abriendo sus ojos como un muerto que revive. Tardó un momento en reaccionar, observaba el techo de su casa justo donde se encontraba el foco apagado. Miró a su alrededor y observó que todavía estaba oscuro. Pensaba en lo extraño que era escuchar ruido a esas horas en el pasillo detrás de la puerta de su habitación y rompió la calma de la oscuridad gritando:
- ¡Lea!, ¿eres tú?
Pasaron unos segundos que parecieron tardarse más de lo normal hasta que Lea contestó:
- Sí, me voy a bañar, ya es tarde.
“Con razón me desperté justo cuando iba a terminar mi sueño” pensó para sí, y es que no era anormal esa situación; todas las mañanas cuando ya era la hora de despertar, su sueño era truncado por algún sonido matutino, como los pasos de Lea, o el sonido de la puerta del baño al cerrarse. Se estiró con flojera y se levantó para prender la luz, protegiéndose anticipadamente los ojos. Talvez era una obsesión inconciente, pero todas las mañanas al despertar se miraba al espejo, como si la separación de la noche con el día borrara el recuerdo de su rostro o acaso tuviera la inseguridad y el miedo de despertar con un rostro y un cuerpo diferente, sin embargo al verse reflejado y notar el mismo rostro del reflejo del día anterior respiraba con calma, dándose el lujo de bostezar sin dejar de mirarse en el espejo. Se dirigió al ropero y preparó la ropa que se pondría ese día.
- ¿Te falta mucho?
- ¡No, ya voy, deja me seco!
- ¿Dejaste agua caliente?
- ¡Que sí, ya, ya…!
Estando desnudo en el baño abrió la regadera lentamente, con miedo a ese rencoroso chorro de agua fría que sale al comienzo del día, que él comparaba con una bofetada después de un tierno beso. “¿Agua caliente?, ¡si esta está bien tibia…!”
Saliendo del baño se vistió rápidamente y se dirigió a la cocina para desayunar al lado de Lea. Cada uno se encontraba en silencio y con las miradas huyendo de sí, como queriendo ignorarse; a veces Lea pensaba que era lo mismo desayunar a solas; pero para él, aquel silencio y las miradas perdidas no existían ante la presencia tan femenina de Lea, aquella figurita delgada como una ruidosa forma de la belleza, desapareciendo el silencio culinario de la cocina.
Mientras masticaban el pan y tomaban sus vasos de leche, la vida al exterior resurgía después de una pausa nocturna. Se escuchaban tras la ventana de la sala los tacones de la vecina dirigiéndose al estacionamiento por su automóvil, el llanto de los niños de atrás rogando no ir a clases nada más por ese día. El día amanecía igual sin ninguna novedad en cuanto al movimiento humano; sin embargo, parecía más oscuro que los anteriores.
Después de haber discutido sobre quién gasta más agua y sobre dónde se ponen las toallas húmedas, tomaron sus cosas y se dirigieron al pasillo que llevaba a las escaleras que desembocaban a la sala. En el momento de bajar los escalones, dirigió la mirada a la pared de doble altura de enfrente y observó el viejo reloj que marcaba las tres de la mañana.
- ¡Pero que te pasa, estás loca!, ¡son las tres de la mañana!
- ¿mmm?, ha de estar mal el reloj, se ha de haber parado en la madrugada.
Con cierta comprensión escondida le dio la razón a Lea y se dirigieron a la puerta, no sin antes rascarse la cabeza, y observar de nueva vuelta el reloj que apenas se asomaba debajo de la trabe.
Al salir notaron que el sol había retardado su salida y la luna continuaba su reinando solitaria en el firmamento. Los vecinos se dirigían rápidamente al parabús, con esa prisa urbana tan acostumbrada entre semana en la mañana. Al formarse para esperar el autobús, Lea preguntó la hora; él miró su muñeca desnuda y recordó haber dejado su reloj en el buró de la recámara. Alguien delante de la fila gritó asombrado:
- ¡Las tres y cuarto!
Unos niños gemelos justo delante de ellos comenzaron a reírse en voz baja, como si hubieran hecho una travesura y tuvieran miedo de que su madre los descubriera.
- ¿Disculpe me puede dar la hora correcta? – preguntó el mismo personaje.
- Claro señor, son las… ¡las tres…!
- ¡Pero si mi reloj biológico no se equivoca!, ¿qué habrá pasado, por Dios? – se quejaba una señora gorda que parecía haber salido con la pijama puesta.
Nadie entendía nada. A lo lejos el autobús aparecía con las luces de su interior prendidas. Al acercarse, los vecinos del parabús pudieron darse cuenta que el autobús estaba repleto en su totalidad de pasajeros de pie. El primero en abordarlo, se atrevió a preguntar al chofer la hora; éste le contestó sin asombrarse, ecuánime:
- Las tres y veinticinco… son nueve pesos por los dos.
La gente del parabús se miró confundida y abordó el autobús sin comprenderlo. Dentro, en completo silencio, todos los pasajeros se dispusieron a atrazar, cada uno, sus relojes de pulsera.
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