Los minutos en las noches los cuento por el sonido de cada lágrima suya al estrellarse contra el lavabo. Ahí acostumbra llorar, en silencio, porque realmente el único sonido existente es el del silencio mismo, el del vacío nocturno, desvelado, denso, Infinito. Ella no me dice nada, jamás habla, simplemente llego a casa cansado de lo del trabajo, y ahí está su llanto saliendo del baño como si fuera un fantasma atravesando la pared. Supongo que lo mismo hará en mi ausencia.
Cuando salgo de casa en las mañanas con mi rostro de bolsa de mandado vacía, tan solo pienso que debajo de mi cuerpo y del parabús y del perro que sacan en las mañanas para mear en los arbustos, se encuentran todas aquellas lágrimas flotando, rugiendo junto a la corriente subterránea del drenaje. Porque no exagero, sus lágrimas persisten toda la noche, toda la ausencia, toda la nada de un mundo que camina afuera sin rumbo. La sonrisa matutina de doña Rosa lo ignora, pero sé que la escucha cuando se va a acostar, aquel llanto deformado por el vació de dos pisos de un patio de servicio, por el viento noctívago en busca de los cantos de los grillos huérfanos y de las lechuzas perdidas. La saludo como ignorándolo todo, le pago el periódico y continúo mi camino al trabajo.
Aquel lamento dentro del baño me sigue, entra a la pecera junto a la secretaria y asusta a los peces, que huyen de ella y saltan despavoridos, con terror a la sal de aquellas lágrimas que salen sin descanso. Hace tres días se mató uno, cayó a la alfombra sin que nadie lo viera hasta que el tacón de la secretaria se torció en su moribundo cuerpo, dándole fin a aquella pesadilla anónima.
A veces tengo miedo de llegar a casa. Miedo de la certidumbre de encontrarla como siempre llorando, o acaso, también, miedo de no escuchar su llanto, porque sería como aceptar su ausencia, de ella. Antes de abrir la puerta decido no pensar en nada, pero logro tan sólo lo contrario.
Algunas noches me he descubierto llorando en silencio, acompañándola en la eternidad de una oscuridad sin luciérnagas celestes, ni dientes de luna. Entonces dudo y me pregunto quién se encuentra más triste y continúo contando las lágrimas que salen del baño y recordando a los peces despavoridos. Tiene que terminar todo esto. Tanta tristeza es imposible de seguir soportando. Entonces decido, lo que por desidia y miedo nunca quise hacer. Su tristeza o la mía, aunque si su tristeza se va, sería muy probable que se llevara a la mía entre sus brazos. El sol se logra asomar por la ventana, mis ojos lo miran porque se mantuvieron en vela. Me levanto y me convenzo de que es tarde para ir al trabajo. Ante pequeños titubeos, de esos que se aferran al pasado logro hacer una llamada. Lo único que queda es esperar en casa a que las cosas se arreglen. Mientras tanto, el llanto continúa saliendo del baño, se filtra por debajo de la puerta y ha mojado la alfombra. Avanza lentamente ante mis ojos sin que pueda hacer nada. Pronto todo estará mojado.
Alguien toca a la puerta, es él. Después de explicarle el problema, camina entre el pantano que separa a la sala del baño y abre decididamente la puerta. Talvez son diez minutos, pero el llanto cesa. Como un torero después de partir plaza sale del baño, acomoda su herramienta y me confirma que todo está arreglado. Me despido agradecido y lo veo partir, sabiendo que los peces seguirán nadando tranquilamente en su pecera.
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